Palabra de Vida – Octubre 2015

 
“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Juan 13, 35).

Es el distintivo, el signo de reconocimiento, la característica típica de los cristianos. O al menos tendría que serlo, porque así pensó Jesús su comunidad.

Un fascinante texto de los primeros siglos del cristianismo, la Carta a Diogneto, da cuenta de que “los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto”. Son personas normales, como todas las demás. Sin embargo poseen un secreto que les permite incidir profundamente en la sociedad, de la que son como el alma (cf cap. 5-6).

Se trata de un secreto consignado por Jesús a sus discípulos poco antes de morir. Como los antiguos sabios de Israel, como un padre frente a su hijo, también él, Maestro de sabiduría, dejó en herencia el arte del buen saber vivir. Lo había tomado directamente del Padre: “les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” (Juan 15, 15), y era el fruto de su experiencia de relación con Él, que consiste en el amarse los unos a los otros. Fue su última voluntad, su testamento, la vida del cielo traída a la tierra que comparte con nosotros para que sea nuestra vida.

Quiere que ésta sea la identidad de sus discípulos, que sean reconocidos por el amor recíproco:

“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”.

¿Son reconocidos los discípulos de Jesús por su amor recíproco? “La historia de la Iglesia es una historia de santidad”, escribió Juan Pablo II. Sin embargo, “se ha de reconocer que en la historia hay también no pocos acontecimientos que son un antitestimonio en relación con el cristianismo” (Incarnationis Mysterium, 11). Durante siglos los cristianos combatieron en nombre de Jesús guerras interminables y siguen estando divididos. Hay quienes todavía hoy asocian a los cristianos con las Cruzadas, con los tribunales de la Inquisición, o los ven como los defensores a ultranza de una moral anticuada, opuestos al progreso de la ciencia.

No eran así los primeros cristianos de la naciente comunidad de Jerusalén. Eran admirados por la comunión de bienes que vivían, por la unidad que reinaba, por la “alegría y simplicidad de corazón” que los caracterizaba (cf Hechos 2, 46). “El pueblo hablaba muy bien de ellos”, leemos siempre en los Hechos de los Apóstoles, y por ello “aumentaba cada vez más el número de los que creían en el Señor, tanto hombres como mujeres” (5, 13-14). El testimonio de vida de la comunidad ejercía una fuerte atracción. ¿Por qué no somos hoy conocidos como aquellos que se distinguen en el amor? ¿Qué hemos hecho con el mandamiento de Jesús?

“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”.

Esta Palabra de vida puede ayudarnos a focalizar la dimensión fundamental de todo anuncio cristiano. No es imposición de una fe, no es proselitismo ni ayuda interesada a los pobres para que se conviertan. No es tampoco necesariamente la defensa exigente de los valores morales o la toma de posición frente a las injusticias y a las guerras, si bien se trata de actitudes que los cristianos no pueden eludir.

El anuncio cristiano es un testimonio de vida que cada discípulo de Jesús debe ofrecer personalmente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan” (Evangelii nuntiandi, 41). Incluso personas contrarias a la Iglesia a menudo quedan impresionadas por el ejemplo de quien dedica la vida a los enfermos, a los pobres y está dispuesto a dejar la patria para ir a lugares de frontera y ofrecer ayuda y cercanía a los últimos.

Pero sobre todo el testimonio que Jesús pide es el de una comunidad que muestre la verdad del Evangelio. Esta comunidad debe manifestar que la vida traída por él puede generar una sociedad nueva, en la cual prevalezcan relaciones de auténtica fraternidad, de ayuda y servicio recíproco, de atención coral a las personas más frágiles y necesitadas.

La vida de la Iglesia conoció testimonios de este tipo, tales como las comunidades autóctonas construidas por los franciscanos y los jesuitas en América del Sur, o los monasterios europeos con las ciudades que nacían a su alrededor. También hoy comunidades y movimientos eclesiales dan vida a ciudadelas de testimonio donde se pueden ver signos de una sociedad nueva, fruto de la vida evangélica y del amor recíproco.

“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”.

Sin tomar distancia de los lugares donde habitamos y de las personas que frecuentamos, si vivimos entre nosotros la unidad por la cual Jesús dio la vida, podemos crear un estilo alternativo y sembrar a nuestro alrededor semillas de esperanza. Una familia que renueva cada día la voluntad de vivir concretamente en el amor recíproco puede ser un rayo de luz ante la indiferencia de los vecinos. Una “célula de ambiente”, es decir donde dos o más personas se ponen de acuerdo para realizar las exigencias del Evangelio en el propio ámbito de trabajo, en la escuela, en el sindicato, en las oficinas administrativas, incluso en la cárcel, puede acabar con la lógica de la confrontación por el poder y crear un clima de colaboración de inesperada fraternidad.

¿No actuaban así los primeros cristianos durante el Imperio Romano? ¿No ha sido así como difundieron la novedad transformadora del cristianismo? También nosotros estamos llamados, como los primeros cristianos, a perdonarnos, a vernos siempre nuevos, a ayudarnos. En una palabra, a amarnos con la intensidad con que Jesús nos amó, en la certeza de que su presencia entre nosotros tiene la fuerza para atraer también a otros a la lógica divina del amor.

Fabio Ciardi