Palabra de Vida – Febrero 2015

 
“Sean mutuamente acogedores, como Cristo los acogió a ustedes para la gloria de Dios”. (Rom 15, 7)

“Sean mutuamente acogedores, como Cristo los acogió a ustedes para la gloria de Dios”.(Rom 15, 7)
En viaje hacia Roma, para proseguir desde allí a España, el apóstol Pablo se anticipa con una carta a las comunidades cristianas presentes en la ciudad. En ellas, que pronto con un innumerable número de mártires darán testimonio de su sincera y profunda adhesión al Evangelio, no faltan tensiones, incomprensiones y hasta rivalidades. En efecto, los cristianos de Roma presentan una variedad de estratos sociales, culturales y religiosos. Hay personas que provienen del judaísmo, otros del mundo helénico o de la antigua religión romana, y acaso también del estoicismo y de otras corrientes filosóficas. Cada uno con sus propias tradiciones de pensamiento y convicciones éticas. Algunos son definidos “débiles” porque adhieren a costumbres alimenticias particulares (son vegetarianos o respetan un calendario que señala especiales días de ayuno), otros son llamados “fuertes” porque se consideran libres de estos condicionamientos y no ligados a ningún tabú o ritual especial. Y a todos Pablo les dirige una apremiante invitación:

“Sean mutuamente acogedores, como Cristo los acogió a ustedes para la gloria de Dios”.
En la carta, ya se había referido a los “fuertes” para invitarlos a “ser comprensivos” con los “débiles”, “sin entrar en discusiones”; luego a los “débiles” para que reciban a su vez a los “fuertes” sin juzgarlos, ya que han sido acogidos por Dios.

De hecho, Pablo está convencido de que cada uno, en la diversidad de opiniones y costumbres, actúa por amor al Señor. Por lo tanto, no hay razón para juzgar a quien piensa distinto, y mucho menos escandalizarlo con actitudes arrogantes de pretendida superioridad. Lo que no hay que perder de mira es el bien de todos, la “edificación mutua”, es decir la construcción de la comunidad y de su unidad (cf 14, 1-23).
Se trata de aplicar, también en este caso, la norma fundamental de la vida cristiana que Pablo había recordado poco antes en la carta: “el amor es la plenitud de la ley” (13, 10). Al no comportarse “de acuerdo con el amor” (14, 15) los cristianos de Roma habían ido perdiendo el espíritu fraternal que debe animar a los miembros de toda comunidad.
Para ser acogedores, el apóstol propone como modelo a Jesús cuando en su muerte no “busca su propia complacencia” sino que toma con él nuestras debilidades (cf 15, 1-3). Desde la cruz atrajo a todos hacia sí, y recibió al hebreo Juan junto al centurión romano, a María Magdalena junto al ladrón crucificado con él.

También en nuestras comunidades cristianas, si bien somos todos “amados de Dios y llamados para ser santos” (1, 7), no faltan como en aquella Roma desacuerdos y contrastes entre diferentes maneras de ver y entre culturas a menudo distantes las unas de las otras. Muchas veces se contraponen tradicionalistas e innovadores –para emplear un lenguaje algo simplista pero comprensible–, personas más abiertas y otras más cerradas, interesadas en un cristianismo más social o más espiritual. Las diversidades están alimentadas por convicciones políticas y por estratos sociales diferentes.
Las mismas dinámicas pueden presentarse en las relaciones entre cristianos de diferentes Iglesias, o también en la familia, en el ambiente de trabajo y en los ámbitos políticos.
Se insinúa entonces la tentación de criticar a la persona que no piensa como nosotros y de considerarnos superiores, en estériles contraposición y exclusiones recíprocas.
El modelo propuesto por Pablo no es la chata uniformidad sino una enriquecedora comunión. No sin razón, dos capítulos antes en la misma carta, habla de la unidad del cuerpo y de la diversidad de los miembros, así como de la variedad de carismas que acrecientan y animan la comunidad (cf 12, 3-13). El modelo no es -para utilizar una imagen del papa Francisco- la esfera donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, con parcialidades diferentes entre sí y de composición asimétrica, donde todas las partes preservan su originalidad. “Aun las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos” (Evangelii Gaudium, 236).

La palabra de vida es una invitación a reconocer lo positivo que hay en el otro, al menos por el hecho de que Cristo dio su vida también por la persona que yo estoy por criticar. Es una invitación a escuchar y dejar caer los mecanismos defensivos, a permanecer abiertos a los cambios, a aceptar las diversidades con respeto y con amor para conformar una comunidad plural y unida.
Esta palabra ha sido elegida por la Iglesia evangélica en Alemania y propuesta a sus miembros a fin de ser luz durante el año 2015. Al compartirla, al menos este mes, entre miembros de diferentes Iglesias puede ser un signo de acogida recíproca.
Podremos así rendir gloria a Dios con un único corazón y una sola voz (15, 6) porque, tal como señaló Chiara Lubich en la catedral reformada de St. Pierre en Ginebra: “el tiempo presente exige de todos amor, nos pide unidad, comunión y solidaridad. Y llama también a las Iglesias a recomponer la unidad quebrada en los siglos. Esta es la reforma de las reformas que el Cielo nos solicita. Es el primer y necesario paso hacia la fraternidad universal con todos los hombres y las mujeres del mundo. En efecto, el mundo creerá si estamos unidos”.

Fabio Ciardi